En la maceta de un cactus asoman apenas los brotes de otra planta, de esas que trae el viento o que nacen así porque sí.
sábado, 20 de septiembre de 2008
El alma no tiene camiseta
En la maceta de un cactus asoman apenas los brotes de otra planta, de esas que trae el viento o que nacen así porque sí.
martes, 16 de septiembre de 2008
Esos objetos llamados "niños"
La escribí en exclusiva para ellos, para su número especial sobre La Vida y los Niños.
Las fotos que la ilustran en esta página las saqué yo mismo en un negocio de mi barrio. Me sigue pareciendo maravilloso cómo la vida me va poniendo delante para que aprenda los ejemplos concretos de aquéllo que voy escribiendo previamente, es casi una suerte de predicción continua o de retroalimentación constante...
Y esas remeras, remeras para bebés, las pusieron en la vidriera unos pocos días después de que yo había enviado el artículo. Comprueben los ciberlectores de este post en cuanto confirman el espíritu que habita las palabras de la nota.
y los besos se venden... a $0,25 cada uno..."(*)
domingo, 2 de marzo de 2008
Los que nos vamos de Omelas
¿Y por qué la pongo en un blog sobre los nuevos niños y la "nueva conciencia"? Fácil: porque en este presente mundo el estado de las cosas tiene un precio, que hay que verlo para decidir si queremos pagarlo, o no.
Y también lo habrá, te lo digan o no, en el ilusorio y utópico mundo de la "ascención" que pregonan los falsos profetas, ese "cielo" amañado de felicidad para unos pocos, pero totalmente carente de empatía real.
Ese fantasioso bienestar y esa encandilante "iluminación" requieren víctimas.
Las vean o no.
Luego no digan que nadie se los dijo...
Hay, por supuesto, otra manera de hacer las cosas.
Otra decisión.
Otro sacrificio.
Tal vez no sea popular, dentro de este esquema de cosas...
Y casi seguro sea peligroso.
Imprevisible y sórdidamente peligroso...
Pero es libre, es posible, y es ético.
Es el camino de los que abandonamos Omelas.
Ursula K. Le Guin
Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando. En otras calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones si dirigían al lado norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la carrera. Los caballos no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas con banderines plateados, dorados y verdes. Hacían aletear los ollares y coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias. Allá lejos, al norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la bahía. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y flamearan de vez en cuando. En el silencio de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros, o quizás tendido en una litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo repetir que no era gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni utópicos blandos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás. Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices aunque es cierto que sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro! Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos, érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginaras según vuestra propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por cierto no puedo conformaros a todos. Por ejemplo, ¿qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es necesario, lo que no es necesario ni destructivo, y lo que es destructivo. En la categoría intermedia, sin embargo - lo innecesario pero no destructivo, el confort, el lujo, la exuberancia, etcétera -, bien podían tener calefacción central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos maravillosos aún no inventados aquí, fuentes luminosas flotantes, energía sin combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso: lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de Granjeros. Pero aunque hay trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah. En tal caso, añádase una orgía. Si una orgía ayuda. No hay por que titubear. No agreguemos, sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en Omelas; al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no. Por cierto, las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose como manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué más debería haber? Al principio pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quiénes gustan de ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de
Ilustración de Roger Dean
La mayoría de las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen pegotes deliciosos en la cara; de la benigna barba gris de un hombre cuelgan dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Una vieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de una canasto, y hombres jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía.
Concluye, y baja lentamente las manos que empuñan la flauta de madera.
Como si ese pequeño silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando: “Calma, calma, mi belleza, mi esperanza…” Empiezan a formar una fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré algo más.
En los cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada con llave, y ninguna ventana. Un tajo de luz polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de los sótanos. El cuatro tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera alacena o galpón en desuso. En el cuatro esta sentado un niño. También podría ser una niña. Aparenta seis años, peor tiene casi diez. Es débil mental. Tal vez lo es de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los estropajos. Le parecen horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los intervalos de tiempo-, a veces la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra una persona, o varias personas. Una de ellas quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de la madre, a veces habla. “Me portaré bien”, dice. “Por favor, quiero salir. ¡Me portaré bien!” Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido, “eh-haa, eh- haa”, y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios excrementos.
"Princess of Omelas", Noa Eren
Todos saben que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros se contentan meramente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.
Normalmente explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo. Sienten náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación. Sienten furor, ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante, limpiarlo y alimentarlo y confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por cierto eso sería abrir las puertas de la culpa.
Las condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.
A menudo los jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre de miedo. En verdad, después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son tal vez la verdadera fuente de esplendor de sus vidas. No gozan de una felicidad vaporosa, irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres, Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana de verano.
¿Ahora creéis en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar y esto es absolutamente increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que va a ver al niño no vuelve al hogar dominado por la furia o el llanto: no vuelve, simplemente, al hogar. De vez en cuando un hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van. Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar callejuelas de aldeas, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos, van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas, siguen caminado en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la dicha. Ni siquiera puedo describirlo. Es posible que no exista. Pero ellos parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.
lunes, 4 de febrero de 2008
Mi marciano favorito
El film en cuestión es “Martian Child” (“Niño marciano”), que las distribuidoras locales dieron por traducir “Un niño de otro mundo”, John Cusack y Bobby Coleman en los papeles principales.
sábado, 2 de febrero de 2008
Un Mundo No Basta -parte II-: El agujero insaciable ataca de nuevo
¿Es producto de una costumbre, de un sistemático adoctrinamiento, de –digamos- una “educación” (medios masivos de comunicación incluidos) o tal vez es un fenómeno inherente a lo humano, algo más íntimo o eterno?
Esta es la pregunta del millón en estos temas.
"¡¡Míos míos míííííios!!"
Hay argumentos y experiencias tanto para una postura cuanto para la otra.
Los hay esenciales: vean “La delgada línea roja”, por ejemplo.
O vean “Instinto”.
Vean esas maravillosas películas: ahí hablan de eso, de los “takers”, “los que toman”, los conquistadores y su ansia de control y posesión (1)
Por otro lado, muchos de los mejores y más auténticos maestros espirituales que anduvieron
Y los contrarios a ellos… también.
De hecho, es el mecanismo instrumentado por las bebidas gaseosas –a nivel orgánico- por ejemplo –según algunos para generar mercados cautivos-, y el marketing en general.
Pero en materia de construcción del deseo inalcanzable, dejemos hablar al maestro: en la película “El Abogado del Diablo”, los autores del guión ponen en la boca del mismísimo oscuro una “receta” de cómo edificar un mundo a su conveniencia, que nos da una pauta acerca del origen de tanto estímulo al Agujero Insaciable. Veamos qué dice:
“Eddie Barzoon, Eddie Barzoon...
Lo cuidé cuando tuvo sus dos divorcios, su rehabilitación de coca, y cuando embarazó a una recepcionista.
Una criatura de Dios, ¿no?
¿Una criaturita especial de Dios?
Se lo he advertido, Kevin.
Se lo he advertido a cada paso del camino.
Viéndolo rebotar como un juguete de cuerda.
Como
El próximo milenio está aquí, a la vuelta.
Eddie Barzoon..., fíjate bien en él porque es el chico modelo para el próximo milenio.
Esta gente... sus orígenes no son ningún misterio.
Agudizas el apetito humano hasta el punto en que puede dividir átomos con su deseo.
Construyes "egos" del tamaño de catedrales.
Conectas el mundo con fibra óptica a todos los impulsos del ego.
Lubricas hasta los sueños más estúpidos con fantasías enchapadas de oro hasta que cada uno aspira a ser emperador, o a ser su propio dios.
¿Y luego, qué?
¡Dirección equivocada!
¡Al carajo con todo!
Mientras corremos de un asunto al siguiente... ¿quién cuida el planeta?
El aire se espesa, el agua se agria.
La miel adquiere el sabor metálico de la radioactividad... y el proceso sigue adelante, cada vez más rápido.
“-¡Auxilio! ¡Alto!-”
No podemos pensar, prepararnos.
Compramos futuros, vendemos futuros... cuando no hay futuro.
Tenemos un tren desbocado.
Tenemos mil millones de Eddies Barzoons corriendo al futuro, listos para meter el puño en la vagina del ex planeta de Dios... y lamerse los dedos... antes de tocar sus primitivos teclados cibernéticos para sumar sus jodidas horas cobrables.
Y de repente se dan cuenta.
Tienes que pagar tu propio pasaje, Eddie.
Es un poco tarde para zafarte.
Tienes la panza muy llena... el pito adolorido... los ojos inyectados y pides ayuda a gritos.
Pero, ¿sabes qué?...
¡No hay quien te oiga!
Estás completamente solo, Eddie.
Eres la criaturita especial de Dios.
Quizá sea cierto.
Quizá Dios tiró los dados demasiadas veces.
Quizá nos decepcionó a todos.”
Respire hondo: hay otra manera.
Hay otras personas.
Están estos chicos… si no los arruinamos.
Hay un montón de seres de mucho amor, dispuestos a ayudar ayudándose.
Y, finalmente, estamos nosotros.
Agradecidos con lo que somos, agradecidos con lo que disfrutamos, con lo que podemos hacer.
Y orgullosos de lo que somos, no de lo que poseemos.
Y déjenme decirles: realmente somos afortunados.
Miren: usamos y disfrutamos un montón de cosas, en promedio, en este mundo.
Las usamos para el mayor bien posible, para los más posibles, incluyéndonos.
Créanme; y si alguno se siente miserable, compulso a comprarse todo el jugo de limón del mundo cuando falta, o el agua, o lo que sea, que silbe despacito aquello de Los Beatles que decía que “el dinero no puede comprarte amor”, y que lea el siguiente mail que me llegó:
El mundo y nosotros
Si pudiéramos tranformar el mundo entero en un pueblito de 100 habitantes, pero manteniendo las proporciones de todos los que vivimos en él, este tendría:
57 Asiáticos
21 Europeos
14 Americanos (Norte y Sur)
8 Africanos
52 serían mujeres
48 serían hombres
70 no serían blancos
30 serían blancos
70 no cristianos
30 cristianos
89 heterosexuales
11 homosexuales
6 personas serían dueñas del 59% de todas las cosas
80 no tendrían condiciones de vida suficientes
70 serían analfabetos
50 desnutridos
1 tendría una computadora
1 -y sólo uno- tendría un título académico
Si miramos el mundo desde esa perspectiva, se torna obvio para todos que tenemos que crear un sentimiento de comunión, entendimiento, aceptación y educación.
Piense en esto:
Si se levantó esta mañana más sano que enfermo, tiene más suerte que un millón de personas, quienes no sobrevivirán esta semana.
Si nunca ha experimentado un hecho de guerra, nunca la soledad de haber sido prisionero, la agonía de la tortura o el sabor del hambre, tiene más suerte que 500 milliones de personas en este mundo.
Si puede ir a la iglesia sin miedo de ser perseguido o asesinado, usted es más dichoso que 3000 millones de personas de este planeta.
Si tiene comida en la heladera, si puede vestirse, si tiene un techo por sobre su cabeza y una cama para descansar, usted es más rico que el 75% de la población de
Si tiene una cuenta en un banco, algún dinero en la billetera y unas monedas en su bolsillo, usted pertenece al 8% de las personas más ricas del mundo.
Si usted leyó este mensaje, usted está doblemente bendecido porque:
1. Alguien ha pensado en usted
2. No es ninguna de las dos mil millones de personas que no pueden leer
3. ¡Y usted tiene una pc!
Un Mundo No Basta -parte I- : "Un limón, medio limón, dos limones..."
Voy, entonces, al supermercado, el Coto del Abasto.
Hay que decir, en contexto, que es un súper habituado a gente opulenta, consumista, enclavado frente a un pomposo shopping, exhibicionistamente obsceno en una zona de casas tomadas.
Miro la góndola del jugo de limón: una veintena de botellas de un litro.
Decido dejarlo para el final de la compra, para no andar trasteando con tanto peso: nunca uso changuito. Jamás compro tanto como para necesitarlo: nunca más que lo que mis brazos pueden cargar.
Por alguna extraña intuición (nunca sé a ciencia cierta por qué hago este tipo de cosas, estos puzzles como si adivinara el porvenir, estos juegos en el tiempo) separo y escondo un par de botellas detrás de las de vinagre de alcohol, sus vecinas de góndola.
Y sigo mi compra.
Al volver, por fin, unos 10 minutos después como máximo, no quedaban más que los envases que yo había disimulado, invisibles a quien no supiera de ellos.
Los tomo y enfilo hacia la caja.
Reparo en el changuito de delante del mío en la cola: era el que había arrasado con todo el jugo de limón. Un señor gordo, aspecto adinerado, con sólo eso de compra más tres paquetitos de algún tipo de snack o picada, que no pude identificar por estar escritos en japonés.
Cuando va a pagar y la cajera hace desfilar el botellerío, exhibo desafiante mis dos litros y le espeto, socarrón: “-¿Ves? ¡Las escondí! ¡¡Son las que no te pudiste llevar!!-”
El tipo no contesta, extiende sobrador la tarjeta de crédito a la cobradora, y yo insisto, como una salva al aire: “-Basta que falte algo para que los egoístas arrasen con lo que queda-”.
El gordo, riéndose sarcásticamente, responde sin mirarme a los ojos: “-Bueno, cada quien compra lo que quiere, ¿no?-”
“-Así es, y los angurrientos como usted lo quieren todo…-”, retruco.
Le pregunto a la empleada qué opina, y, poniéndose visiblemente del lado del señor adinerado, me dice “-No hay un mínimo establecido para la compra de este producto-”. Nótese el fallido: dijo “mínimo establecido”, no “máximo”… el inconciente brinda su aprobación a la angurria consumista, ¿no?
“-La ética es una desición personal, un descubrimiento decidido por uno mismo; no una norma moral que depende de que sea impuesta-”, contesto.
Miro a una vecina de cola, le pregunto qué le parece todo, no me responde; al insistir –y sin levantar la mirada, rehuyéndome mis ojos- dice que “estoy buscando un problema donde no lo hay”.
“-Muy bien-” digo, comprendiendo la situación, “-es cierto, tal vez para ustedes lo ético no constituya un problema real. Pero de todas formas, piensen que harán cuando se acabe el agua-”.
Pagué con cambio y me fui, dejando al pasar una Sugerencia en el sector correspondiente para que tomasen en cuenta el limitar la compra de jugo de limón a dos litros por persona hasta que el desabastecimiento termine.
Hasta hoy no sé por qué dije "cuando se acabe el agua", así, en futuro...; como si en este mismo momento, en este presente, no fuera para la mayoría viviendo en el planeta casi una utopía: una de cada 5 personas en el mundo carece de agua potable y casi la mitad de la población actual muere actualmente de problemas relacionados con su falta.¿Para qué cuento esto en un blog sobre “nuevos niños” y espiritualidad cotidiana?
Porque de eso se trata, justamente.
Es la codicia la que crea la miseria.
Hay, abierto en la mayoría de las personas que el Sistema crea, un agujero insaciable.
Una sima insondable, inconsolable.
Nada es capaz de llenarla, de satisfacerla.
Nada.
Un mundo no basta.
Eso crea su propio infierno, su autoinmolación, su obscena anhedonía.
El egoísta y el envidioso edifican su propio tormento, porque siempre habrá otro que tiene algo que ellos aún no tienen.
Hasta que se queden solos, dueños de todo… a solas con su agujero, sin nada más que echarle adentro, autodigeridos.
Representación de un agujero negro cósmico
La materia que lo rodea o la que se le pone “a tiro” es engullida, hasta la luz misma es atrapada en su ansioso vórtice oscuro… y cada átomo que es absorbido, en vez de achicarlo, lo hace crecer.
Más materia traga, más grande se hace su hambre.
El borde, el horizonte de sucesos como se lo llama es hoy por hoy tema de debate científico.
El borde… no su apetito.
Lo mismo pasa en los humanos, en muchos al menos; lo mismo pasa hasta en los ángeles caídos.
La avaricia en lo físico termina trasladándose en codicia espiritual: “el alma se casa con la genética”, dicen los “casiopeos”, y el bueno de Swedenborg estaría de acuerdo con esta afirmación.
Eso mismo, que es entronizado y predispuesto por el Sistema.
“Hay suficiente riqueza en el mundo para satisfacer las necesidades de todos, pero no la hay para satisfacer la avaricia de algunos": eso dijo Gandhi y es tal cual.
Un mundo no basta… Un universo tampoco.
“Lo quiero todo, todo, todo; todito entero todo para mí… ¡y un poco más!”, ese mudo mantra mueve –sempiterno- al mundo, hasta su consumación: “No sé lo que quiero, pero lo quiero YA”, el pelado Luca siempre tan preciso.
Estos chicos de conciencia trascendida detectan naturalmente, “sienten”, cuando ese agujero está presente y funcionando en una persona. Uno de ellos en un diálogo que tuvimos se refirió a él elegantemente como “el mecanismo”.
Su sola percepción hace que la mayoría de estos chicos se “replieguen” poniéndose a salvo.
Resignan en esto –muchas veces- hasta el habla.
Saben o presienten que el mero contacto con "eso" –y desde lo espiritual “conocer” es acercarse…- es desagradable y peligroso.
Hay que decir que, mientras para la mayoría del mundo ese agujero es algo “normal” o “inexistente” (muchisimas personas terminan no viendo lo que consideran obvio…) para los nuevos niños eso tiene la importancia que tiene… y sus consecuencias.
Hay que decir también que conocen otra característica del “agujero depredador”: su capacidad de imbricarse, de sumarse, de volver uno solo, enorme, muchos agujeros pequeños. Esa es una característica de las energías consideradas grupales.
Las “anima predatoris” se juntan y funden con increíble facilidad con otras de su propia condición y apetencia: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos” (Marcos 5:10).
Como un fuego oscuro, los apetitos sin fondo constituyen uno solo, y el mismo.