Un nuevo y bello texto de Sergio Sinay, un imprescindible:
Algo en común une a los corruptos de
cualquier tipo (funcionarios, mandatarios, jueces, legisladores,
empresarios, comunicadores, etcétera), con torturadores, con violadores y
abusadores, con quienes asesinan para robar, con golpeadores y con
psicópatas de todas las categorías. Todos ellos parten de
despersonalizar a las personas, valga el juego de palabras. Parten de
cosificarlas. Es decir, de quitarles entidad, de reducirlas a una mera
condición de objetos, de instrumentos. El corrupto (ocupe el cargo que
ocupe, sea el más alto mandatario o el más oscuro burócrata) no cree que
su acción dañe a personas, no cree que su rapiña termine en tragedias
ferroviarias, en hambrunas, en hospitales empobrecidos donde la gente no
va a curarse sino a morir, en miles de horas perdidas por personas que
necesitan viajar o trabajar, en vaciamiento de las palabras y
oscurecimiento de la realidad, en escuelas sin educación ni educadores,
en rutas sin mantenimiento que son trampas mortales, en edificios que
caen, en servicios que no se cumplen, en víctimas que no reciben ni una
gota de justicia. No cree que lo que toma es de todos y que, por lo
tanto, roba a todos. No lo cree porque no ve personas, ve objetos.
Objetos de su codicia, de su inmoralidad. Vive entre objetos (también lo
son sus amigos, pareja, hijos, todo lo que respira a su alrededor).
Tampoco el torturador ve personas, ve objetos de su resentimiento,
de su complejo de inferioridad, de su odio tóxico. El violador y el
abusador no ven una mujer o un niño sino un objeto de su deseo, de su
urgencia elemental, de su impotencia. El que mata para robar no ve
personas, ellas son objetos que obstaculizan su camino hacia lo que él
quiere poseer. El que golpea descarga su furia sobre un objeto que no
funciona como él desea, ese objeto tanto puede ser un televisor como una
persona (su pareja, su hijo), pero a esta él no la verá como tal.
Si vivimos en una epidemia de corrupción, violencia, maltrato,
depredación sanitaria y educacional, anomia, inoperancia judicial,
violencia doméstica y callejera, crímenes e inseguridad, quizás sea
oportuno preguntarnos si no se habrá naturalizado dramáticamente en
nuestra sociedad esta idea de que el otro no es una persona (un prójimo,
un semejante, palabras en desuso si las hay), alguien con quien puedo
tener muchas y grandes diferencias pero a quien me une una similitud
esencial: somos seres de la misma especie, una especie cuyos individuos
empiezan a perder identidad y a correr peligro de extinción cuando se
desconocen, se desvinculan y se cosifican mutuamente. Quizá estemos más
impregnados de lo que creemos, percibimos y admitimos de esta creencia
según la cual el otro me sirve o me estorba. Si me sirve lo uso, si me
estorba me deshago de él. No es una persona.
Por muy extendida que esté esa noción (cada quien tendrá que hacerse
cargo de su propio estatus respecto de ella), las responsabilidades
colectivas no existen, porque en ellas se esfuma la responsabilidad
individual. Se puede explicar (o intentar hacerlo) el origen de la
conducta de corruptos, golpeadores, asesinos, violadores, torturadores,
pero sus víctimas están allí, todo el tiempo, en todas partes. El daño
está hecho y se sigue haciendo. La responsabilidad de cada victimario es
intransferible, sin atenuantes. Y una interminable fila de personas
(personas, seres humanos, no cosas, no objetos) espera justicia,
reparación. Esperan ser respetadas en su condición. Mientras tanto, es
prioritario en el día a día, en los escenarios de nuestra cotidianidad,
reconocernos y tratarnos como personas para no alimentar el caldo de
cultivo en el cual corruptos y psicópatas se reproducen.
Gracias Jorge por acercarnos claridad, siempre te recuerdo con gran cariño, abrazo enorme!
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