lunes, 6 de febrero de 2012

Thomas Merton, como siempre.

“Esta es la tierra en la que Tú me has permitido
hundir mis raíces en la eternidad.
Esta es la ardiente tierra prometida, la casa de Dios, la puerta del cielo,
el lugar de la paz, el lugar del silencio,
el lugar del combate con el ángel".

Thomas Merton



Debo el conocimiento de Thomas Merton a mi amigo Miguel Grinberg (Yeah!, viejo mutante...).
Fue un acto fatal.
Siento que hubiera ocurrido de cualquier modo, más tarde o más temprano.
Pero fue a través de Miguel que un ramalazo de luz me conmovió, de una vez y para siempre.
Que me entregué a los textos de alguien que, desde la solitaria reclusión de una ermita en Kentucky, parecía recorrer el universo.
("Motor inmóvil", recuerdo la expresión de Marechal, "motor inmóvil".... ¡salud, viejo Aristóteles!)

 Merton fue poeta, metafísico, monje trapense, cronopio.
Fue uno de los primeros pacifistas y antiracista. En tiempos en que esto era impensado, acercó las disciplinas espirituales de Oriente al catolicismo y a Occidente.
Vivía en su autoexilio trapense, cocinando avena sobre su lámpara de querosén, mientras en el cielo zumbaban los bombarderos preñados de muerte atómica volando de vuelta a su base aérea.
Y escuchaba la lluvia, como si fuera la primera -y la última- vez.
Murió -casi como una broma ridícula, casi como una última gracia de despedida- electrocutado por un cable pelado durante un viaje por Thailandia.

Dejó algunos de los más maravillosos textos de este planeta.
Algunos, todavía después de decenas de veces de hacerlo, no puedo leerlos sin llorar.
Búsquenlo por ahí, vale la pena.

Acá les dejo uno, flamante con sus más de cincuenta años de haber sido escrito, que Miguel Grinberg eligió para estrenar Mutantia.
Medio siglo, ayer nomás, vigente como siempre.



Verdad y violencia 

Vivimos en crisis, y tal vez nos parezca interesante hacerlo. 
Además, también nos sentimos culpables por ello, como si no tuviéramos que estar en crisis. Como si fuéramos tan sabios, tan capaces, tan bondadosos, tan razonables, que la crisis debiera ser en todo momento impensable. Es sin duda este "debiera", este "tuviera", lo que hace a nuestra era tan interesante que de ningún modo puede ser una época de sabiduría, ni siquiera de razón. Creemos saber lo que debiéramos estar haciendo, y nos vemos mover, con la inexorable premeditación de una máquina descompuesta, haciendo lo opuesto.
 
¡Un fenómeno tan absorbente que no podemos dejar de observar, medir, discutir, analizar, y quizás deplorar! Pero la cosa continúa. Y, como dijo Cristo sobre Jerusalén, no conocemos las cosas que hacen a nuestra paz. Estamos viviendo en la mayor revolución de la historia, un enorme cataclismo espontáneo de la especie humana íntegra: no la revolución planificada y llevada a cabo por algún partido, raza o nación particular, sino un profundo y elemental hervor desbordante de todas las contradicciones internas que siempre habitaron al hombre, una revelación de las fuerzas caóticas dentro de cada cual. No es algo que hayamos elegido, ni es algo que podamos eludir.


Esta revolución es una profunda crisis espiritual del mundo entero, manifestada vastamente con desesperación, cinismo, violencia, conflicto, auto-contradicción, ambivalencia, temor y esperanza, duda y creencia, creación y destructividad, progreso y regresión, apego obsesivo a imágenes, ídolos, slogans, programas que embotan la angustia general sólo por un momento hasta que estalla por doquier de un modo más agudo y terrorífico.
¡No sabemos si estamos construyendo un mundo fabulosamente maravilloso o destruyendo todo lo que teníamos, todo lo que habíamos logrado!. Toda la fuerza interna del hombre está hirviendo y estallando, lo bueno junto con lo malo, lo bueno emponzoñado por lo malo y combatiéndolo, lo malo simulando ser bueno y manifestándose con los crímenes más espantosos, justificados y racionalizados mediante las intenciones más puras e inocentes. El hombre está preparado para convertirse en un dios, y en cambio a veces luce como un zombie. Y así tememos reconocer nuestro kairos [*] y aceptarlo.

Esta época manifiesta en nosotros una distorsión básica, una arraigada falta de armonía moral contra la cual leyes, sermones, filosofías, autoridad, inspiración, creatividad y hasta aparentemente el mismo amor parecerían no tener poder alguno. Por el contrario, si en su desesperada esperanza, el hombre se vuelve a todas estas cosas, ellas parecen dejarlo más vacío, más frustrado, más angustiado que antes. Nuestra enfermedad es la enfermedad del amor desordenado, del amor propio que simultáneamente se da cuenta que es odio propio e instantáneamente se vuelve fuente de destructividad indiscriminada, universal.
Es la otra cara de la moneda que era corriente en el siglo XIX: la creencia en el progreso indefinido, en la suprema bondad del hombre y de todos sus apetitos. Lo que en Norteamérica se toma por optimismo, aún optimismo cristiano, es la indefectible esperanza de que las actitudes de los siglos XVIII y XIX pueden seguir siendo válidas sólo mediante la decisión de sonreír, aún cuando el mundo entero se esté cayendo a pedazos. Nuestras sonrisas son los síntomas de la enfermedad.


Estamos viviendo bajo una tiranía de la falsedad que se afirma en el poder y establece un control más total sobre los hombres a medida que estos se autoconvencen de que están resistiendo el error. Nuestra sumisión a las mentiras plausibles y pragmáticas nos enreda en más grandes y obvias contradicciones, y para ocultárnoslas a nosotros mismos necesitamos más grandes y siempre menos plausibles mentiras.

La falsedad básica está constituida por la mentira de que estamos completamente dedicados a la verdad, y de que podemos estar dedicados a la verdad de un modo que es al mismo tiempo honesto y exclusivo: que tenemos el monopolio absoluto de la verdad absoluta, así como nuestro adversario ocasional tiene el monopolio absoluto del error. Luego nos autoconvencemos de no podremos preservar nuestra pureza de visión ni nuestra sinceridad interior si entramos en diálogos con el enemigo, pues él nos corromperá con su error.

Finalmente, creemos que no puede preservarse la verdad a menos que destruyamos al enemigo -porque, como lo hemos identificado con el error, destruirlo es destruir el error. El adversario, por supuesto, tiene sobre nosotros exactamente la misma política básica por la cual defiende la "verdad". Él nos ha identificado con la deshonestidad, la insinceridad y la falsedad. Piensa que si nosotros somos destruidos, no quedará en pie otra cosa que la verdad.
Si persiguiéramos realmente la verdad, comenzaríamos lenta y trabajosamente a despojarnos, una por una, de todas nuestras envolturas de ficción y engaño: o al menos deberíamos desear hacerlo, pues las meras ganas no nos capacitan para lograrlo. Por el contrario, el que mejor puede señalar nuestro error y ayudarnos a verlo es el adversario que queremos destruir. Y esta es quizás la razón por la cual queremos destruirlo. Del mismo modo, nosotros podemos ayudarlo a ver su error, y esa es la razón por la que él busca destruirnos. (...)


La crisis del actual momento histórico es la crisis de la civilización occidental: más precisamente de la civilización europea, la civilización que fue fundada sobre la cultura grecorromana del Mediterráneo, y vigorizada por la gradual incorporación de los invasores bárbaros dentro de la cultura religiosa judeo-romano-cristiana del decaído Imperio Romano. Yo nací dentro de esta crisis. Mi vida entera ha sido modelada por esta crisis. ¡En esta crisis se consumirá mi vida, aunque, espero, no sin sentido! (...)

He aquí un aserto de Mahatma Gandhi que sintetiza clara y concisamente toda la doctrina de la no violencia: "El camino de la paz es el camino de la verdad". "La veracidad es aún más importante que la paz. Por cierto que la mentira es la madre de la violencia. Un hombre veraz no puede permanecer por mucho tiempo siendo violento. En el curso de su búsqueda él percibirá que no necesita ser violento, y descubrirá además que, mientras exista en él la menor traza de violencia, fracasará en hallar la verdad que está buscando".

¿Por qué no creemos esto inmediatamente? ¿Por qué lo ponemos en duda? ¿Por qué parece imposible? Simplemente porque todos somos, de algún modo, mentirosos. La madre de todas las demás mentiras es la mentira que persistimos en decirnos a nosotros mismos, acerca de nosotros mismos. Y ya que no nos mentimos en forma suficientemente descarada como para creernos nuestras propias mentiras individualmente, unificamos todas nuestras mentiras y las creemos porque se han convertido en la gran mentira proferida por la vox populi, y este tipo de mentira la aceptamos como la última verdad. "Un hombre veraz no puede permanecer por mucho tiempo siendo violento". Pero un hombre violento no puede iniciar la búsqueda de la verdad.


De entrada nomás, él quiere haberse asegurado de que su enemigo es violento y de que él mismo es pacífico. Ya que entonces su violencia está justificada. ¿Cómo puede enfrentar la desconsoladora tarea de entrar a reconocer el gran mal que hay dentro suyo y que necesita ser curado? Es mucho más fácil enmendar las cosas viendo el mal de uno encarnado en un chivo emisario, y destruir el chivo y mal juntos. Gandhi no quiere decir que debamos aguardar volvernos no violentos por el deseo de serlo. Sino que todo aquel que se percata oscuramente de su necesidad de verdad debería buscarla por medio de la no violencia, puesto que realmente no existe otro medio.

Podrán no tener un éxito total. Sus éxitos podrán ser en realidad muy escasos. Pero por una pequeña cantidad de buena voluntad comenzarán a acceder a la verdad, y por medio de ellos habrá al menos una pequeña verdad en la oscuridad de un mundo violento. Esta idea de Gandhi no puede ser, sin embargo, entendida si no recordamos su optimismo básico respecto de la naturaleza humana.

Él creía que en las ocultas profundidades de nuestro ser, profundidades que se hallan demasiado a menudo aisladas de nuestro modo consciente e inmoral de vida, somos más verdaderamente no violentos que violentos. Él creía que para nosotros el amor es más natural que el odio. Que "la Verdad es la ley de nuestro ser". Si esto no fuese así, entonces "mentir" no sería la "madre de la violencia".


La mentira introduce violencia y desorden en nuestra propia naturaleza. Nos divide contra nosotros mismos, nos aliena de nosotros mismos, nos hace enemigos de nosotros mismos y de la verdad que está en nosotros. De esta división es que surge el odio y la violencia. Odiamos a los demás porque no podemos soportar el desorden, la intolerable división que hay en nosotros. Somos violentos con los demás porque ya estamos divididos por la violencia interior de nuestra infidelidad a nuestra propia verdad. El odio proyecta esta división fuera nuestro, en la sociedad. (...)

                                                                Thomas Merton, monje del Cister.

[*] Tenemos una sola palabra para el "tiempo". Los griegos tenían dos: chronos y kairos. Chronos es el tiempo del reloj, el tiempo que se mide. Kairos no es el tiempo cuantitativo sino el tiempo cualitativo de la ocasión. Todos experimentamos en nuestras vidas la sensación de que llegó el momento adecuado para hacer algo, que estamos maduros, que podemos tomar una decisión determinada.

                                                                                  

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